Por eso es que decidí realizar una escapada hacia allí, con el fin de disfrutar en familia de una tarde distinta y también de un desafío inesperado como era el de plasmar en el sensor de mi cámara el entorno en el que estaba inmerso.
Allí todo es naturaleza, aire puro, tranquilidad. A tal extremo que la reflexión, aún en el ejecutivo mas estresado, se vuelve un acto orgánico, casi reflejo.
Esta sensación se potencia en el mismo momento en que se cruza el dintel de la puerta de entrada de la Iglesia Cristo Rey. Es de una belleza simple, minimalista, pero que -paradojicamente- colma nuestros sentidos.
La visión es lo que primero acusa recibo, la penumbra del templo calma nuestras pupilas. Hay todo para admirar, pero nada nos encandila.
Cuando la vista termina de acostumbrarse y admirar el interior de la iglesia, los oídos llaman nuestra atención: en primera instancia un zumbido, signo inequívoco que manda nuestro cerebro ante la falta de ondas sonoras… Luego, parafraseando al famoso tema de Simon & Garfunkel, los sonidos del silencio.
Allí es cuando el tacto a través de la piel nos hace dar cuenta que el revestimiento de piedra en los muros y madera en los techos es la combinación ideal que nos hace perder la noción de la temperatura, todo está en equilibrio, no importa el exterior.
Esa atmósfera en equilibrio hace que el olfato se percate de los aromas provenientes de la foresta de pinos y las flores que rodean el lugar.
El monasterio benedictino Cristo Rey fue fundado el 7 de abril de 1956. La abadía fue construida con piedras de los ríos y con madera de los bosques de la zona.
El altar es una roca extraída del Río Grande, a ocho kilómetros de la abadía. Para colocarla, trabajaron desde las 8 hasta las 23. Al pie del altar se colocó una “conana”, un recipiente donde los indígenas molían el maíz, como símbolo de unidad entre la comunidad de los monjes con los habitantes de la zona.
En febrero de 1964, el artista porteño Ballester Peña realizó los murales de la Iglesia: el Cristo Rey resucitado, en el frente, y la Virgen con el Niño, en el lateral sur. En setiembre de 2003, el padre Rubén Leikán, monje de la abadía del Niño Dios, pintó la imagen de San Benito.
El monasterio proporciona trabajo a las comunidades vecinas en las forestaciones de pinos, eucaliptos, frutales -entre ellos, nogales- con el asesoramiento del INTA. Además, hay una fábrica de dulces, un colmenar, un laboratorio de cremas y fitoterápicos y una cortadera de piedras. Al pie del monasterio se pueden comprar los productos que fabrican los religiosos. También se dispone de un camping donde hay mesas, sillas y bancos dispuestos bajo los árboles donde se puede disfrutar de una rica merienda acompañada por estas exquisiteces en un entorno único.
Se puede disfrutar de esta belleza a menos de 60 Km al noroeste de San Miguel de Tucumán, enclavado a 1000 mts de altura, en el marco maravilloso que dan los cerros tucumanos.
Trayecto desde San Miguel de Tucumán a El Siambón.
Detalle en Google Earth del enclave de la Abadía.